(★) Fanfic: "SAM" por Demiurgo

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Arwen
Supersaiyano dai san dankai
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(★) Fanfic: "SAM" por Demiurgo

Mensaje por Arwen »

Aquí tenéis mi fanfic. Como la mayoría de los compañeros, voy subiéndolo por partes para que no se haga tan cuesta arriba leerlo. En teoría serán finalmente 8 capítulos.

Como no me deja ponerlos todos en el mismo post, en este primero pondré los 5 primeros, y en otro post los 3-4 restantes.

Espero que lo disfrutéis y que me hagáis críticas constructivas para seguir mejorando ^^

Edito: Acabo de subir el último capítulo. Perdonad si se nota que lo he escrito muy apresuradamente, pero era eso o no terminarlo... Entro a trabajar en dos horas y ya no tenía tiempo XD

CAPÍTULO 1:
Spoiler:

Sam no era esa clase de muchacho con el que te gustaría buscarte un problema. Ni tampoco el que cualquier padre desearía como pareja para su hija. Sam era, simplemente, el tipo que hace que cruces de acera cuando te lo encuentras por la calle. Un joven en la veintena de edad que jamás había terminado sus estudios, ni tenía intención de hacerlo. ¿Para qué? Obtener una formación es básicamente prepararse para encontrar un trabajo. ¿Y qué sentido tenía trabajar cuando todo, absolutamente todo, podía salirle gratis? “Como desarrollo personal o para sentirse autorrealizado”, me diréis. ¡Ja! Chorradas.

Lo que el bueno de Sam quería no era más que lo que cualquier otro chico de su edad querría: vivir la vida. Divertirse. No tener preocupaciones por nada y limitar sus responsabilidades a sus necesidades básicas: comer, beber, tener sexo y dormir. Probablemente priorizándolo con ese mismo orden. Y eso era lo que hacía, aunque frecuentemente acababa pagando las consecuencias; y hoy era uno de esos días.

Cuando despertó en el sofá de su casa, sintió un punzante dolor de cabeza que le hizo llevarse instintivamente la mano a las sienes. Parecía como si alguien le hubiese golpeado con un martillo, pero las botellas de whisky vacías en el suelo contaban una historia totalmente distinta. Junto a ellas, yacía sobre el parquet una caja de pizza con solo los restos de los bordes en su interior.

Sam se incorporó del sofá, no sin dificultad. Estaba vestido solo con unos calzoncillos y su cuerpo apestaba a sudor. La cabeza le daba vueltas y el aire era muy denso en el interior de la sala de estar. De hecho, aún olía a marihuana; y dicho olor, mezclado con el de su sudoración post alcohol, habían creado una atmósfera poco propicia para la vida humana.

Se rascó el escroto por dentro de los calzoncillos y caminó hacia el amplio balcón que conectaba su apartamento con la avenida marítima, esquivando las botellas, la caja de pizza y alguna que otra colilla que decoraban el suelo de la sala. Abrió la puerta corredera de cristal y salió en busca de un poco de brisa marina que le refrescara. Allí había un minibar, del que extrajo una cerveza bien fría antes de apoyarse en la barandilla del balcón.

Permaneció allí en silencio durante un cuarto de hora, observando la transitada avenida de dos carriles en ambas direcciones, adornada con hileras de palmeras a ambos lados del asfalto. Al otro lado de la avenida se vislumbraba una playa de aguas tranquilas y cristalinas, que no estaba demasiado concurrida a aquellas horas, pese a las cálidas temperaturas de las que hacía gala la ciudad en aquel momento. Aquellas horas… ¿qué hora era? La percepción de Sam del tiempo estaba muy difuminada; ni siquiera sabía en qué día de la semana se encontraba. Daba lo mismo domingo que miércoles, su rutina era prácticamente la misma; lo único que cambiaba era que en los domingos las tiendas cerraban y que había fútbol.

El sol estaba en lo más alto, por lo que debía de ser, como mínimo, mediodía. Sam entró de nuevo en el apartamento, dejando la puerta abierta para que se ventilara. Encontró ropa colgada en una silla y se vistió con ella. No era más que una camisa con patrones de flores y palmeras que solía llevar medio desabrochada, y unos pantalones cortos color caqui, que acompañaba con las clásicas chanclas de dedo con la bandera de Brasil.

Se miró en el espejo del cuarto de baño y vio el rostro desmejorado de un joven que, pese a dormir unas 10 horas al día, tenía unas grandes ojeras negruzcas que le daban un aspecto cuasi gótico. Su pelo, desaliñado, puntiagudo y bastante largo, era negro como el carbón. En su oreja izquierda llevaba una pequeña dilatación también negra que complementaba el color de su pelo y sus ojeras.

Sam abrió el grifo y se echó agua fría en la cara y el pelo, el cual se humedeció, quedó aplastado por unos milisegundos y recuperó su forma original casi instantáneamente, salpicando algunas gotas en el espejo y en el suelo del cuarto de baño.

Después entró en la cocina, abrió la nevera y, frente a aquel vacío desolador, no pudo más que suspirar:
- Vaya, toca hacer la compra.

Apartando algún que otro yogur caducado y verdura mohosa, encontró un muslo de pollo tan frío como el corazón de una ex novia. Lo cogió sin mucho entusiasmo y cerró la nevera, para luego ponerse unas gafas de sol y abandonar el apartamento mientras devoraba el muslito.

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En el edificio que hacía esquina con una perpendicular a la avenida marítima, se hallaba una pequeña tienda donde Sam solía hacer la compra. El rótulo decía “Supermercados Mariano”, pero alguien había graffiteado “lo que no te guste te lo metes por el ano” justo debajo. Llevaba allí escrito varios meses, pero Mariano no se había molestado en pintar por encima. O a lo mejor simplemente le gustaba el eslogan.

Cuando Sam se acercó y las puertas detectaron su movimiento, estas se abrieron de par en par, dejándole entrar. Un chorro de aire frío y artificial del aire acondicionado le golpeó de lleno, contrastando con el aire cálido y húmedo del exterior. Sam cogió una cesta junto a la entrada y se acercó a la sección de congelados. Al pasar por delante del mostrador, Mariano murmuró para sí mismo un improperio al ver al muchacho, pero le saludó y sonrió cuando vio que este le hacía un ademán con la cabeza, inclinándola ligeramente hacia arriba como saludo.

Sam llenó la cesta con una variedad de productos que incluían todo tipo de congelados: pizzas, lasañas, patatas fritas… Incluso vio unas hamburguesas ya preparadas, con su pan y todo. Al verlas soltó un “qué asco” justo antes de meterlas en la cesta. Cogió también algunos paquetes de papas, cervezas y bebidas energéticas y se dirigió hacia el mostrador.

- Que… Que tenga usted un buen día – tartamudeó Mariano, mientras una gota de sudor se precipitaba por su rostro, a pesar de la temperatura siberiana que producía el aire acondicionado.
- ¿Qué? – exclamó sorprendido Sam, antes de comprender. – Ah, no, no. Esta vez voy a pagar. Me he decidido a cambiar – sonrió y añadió -. Toma.
Sacó de su bolsillo un billete arrugado de 5 euros y lo depositó sobre el mostrador. Mariano tragó saliva antes de decir:
- Señor, lo-lo siento, pe-pero son 23 euros con 85.
- ¡Ups! – masculló Sam -. Es todo lo que tengo. Te lo pago la próxima vez. Que pases un buen día.
- Gra… ¡Gracias! Usted también – respondió Mariano, encogiendo su cabeza entre los hombros y frotando sus sudorosas manos.

Pero cuando Sam terminó de empaquetar su compra en las bolsas, escuchó un “clic” detrás de su cabeza y sintió cómo una superficie circular y metálica se posaba sobre su cogote. Mariano soltó una exclamación de sorpresa y Sam comprendió que un hombre había entrado en la tienda y le estaba encañonando con un revólver.

- Vacía la caja registradora en esta bolsa si no quieres que le vuele la cabeza a este tío – ordenó con voz áspera y carajillera el ladrón, dejando caer con violencia una bolsa de deporte sobre el mostrador -. Y tú, chaval, dame todo lo que lleves también.

Mariano se encogió como un cachorrito asustado por los petardos en Fallas y con un tímido “sí” procedió a obedecerle. Sam, en cambio, permaneció tranquilo. Y girando ligeramente la cabeza hacia aquel criminal, le dijo:

- Mira tío, tengo una resaca de cojones, así que lo último que quiero ahora mismo es que venga un subnormal con una pistolita a tocarme los huevos.

Al escuchar aquello, Mariano se quedó petrificado en su sorpresa y confusión. El ladrón, que cubría su cara con una máscara de Donald Trump, estalló en ira.

- ¿¡Pero qué te has pensado, niñato!? – gritó enfurecido, presionando con fuerza el revólver contra la mejilla de Sam, que se había girado del todo -. ¡Que te vuelo la puta cabeza ahora mismo!

Y aquello fue ya el detonante. Solo había dos cosas que realmente irritaban a Sam: que le faltaran al respeto y Donald Trump. Así que sin más dilación, tan pronto como el ladrón había empujado su cara con el cañón del arma, Sam soltó un rápido gancho derecho que salió de su cintura para golpear el codo del brazo con el que el ladrón sujetaba el arma. El golpe seco partió el hueso e hizo que la extremidad se doblara en una posición antinatural, opuesta a la articulación normal del codo, y haciendo que el hueso sobresaliera de la piel, soltando un chorro de sangre como si de un pequeño aspersor se tratara.

La reacción refleja del ladrón al sentir el golpe fue apretar el gatillo, disparando al rostro de Sam y haciendo que este cayera de espaldas debido al impacto, soltando las bolsas de la compra y desparramando todos los productos por el suelo. Luego, el ladrón dejó caer el arma, debido a la inutilidad de su brazo, y gimiendo y escupiendo insultos se agarró la herida tratando de detener la hemorragia.

Para su sorpresa y para la de Mariano, que había saltado en su sitio por el susto, Sam se levantó del suelo como si nada. Se cubría la cara con la mano derecha, y cuando la apartó, los dos hombres, estupefactos, vieron que el único daño que el disparo había provocado era un agujero en las gafas. Sam se las quitó y las arrojó al suelo, cabreado. Sus ojos parecían ahora más rojizos, envueltos en llamas, que negros.

El ladrón titubeó, y más asustado que dolorido, debido al subidón de adrenalina propiciado por la situación, sacó de su cintura lo que parecía ser un cuchillo de buzo. Inmediatamente después se abalanzó gritando sobre Sam, quien pivotó sobre su pie izquierdo, dio una vuelta completa sobre sí mismo y lanzó una patada con su pierna derecha sobre el pecho de aquel desgraciado, que despegó del suelo y salió disparado contra unas estanterías. Hizo volcar un par de ellas y cayó al suelo, rodando sobre las baldosas hasta que una pared lo detuvo. Miles de artículos habían caído al suelo, rompiéndose algunos y rodando otros, encharcando las baldosas y levantando en el ambiente un olor a salsa picante para nachos.

Sam recogió los artículos que había comprado y los volvió a meter en las bolsas. Se dirigió hacia Mariano, que seguía en silencio, temblando y sudando, con la espalda pegada a la pared.

- Siento el desastre, Mariano – se disculpó Sam -. No era mi intención, pero ha sido él el que ha venido buscando bronca.
- … - fue lo único que pudo balbucear aquel pobre hombre.
- Bueno, como decía, que pases un buen día – se despidió Sam, cargando con las bolsas y abandonando el local, mientras Mariano ni se inmutaba por el shock.

Sam cargó las bolsas con su peluda cola, similar a la de los monos, y estiró sus brazos hacia el cielo, haciendo crujir sus hombros y espalda.

- Bueno – se dijo en voz alta -. Va siendo hora de entrenar un poco.
CAPÍTULO 2:
Spoiler:

Cuando Sam esperaba en la acera a que el semáforo para peatones se volviera verde, varios coches, que circulaban despreocupados a una velocidad bastante inapropiada para una vía urbana, frenaron en seco cuando divisaron su silueta y provocaron varias colisiones menores. Si bien su rostro era en sí prácticamente conocido en toda la ciudad, el hecho de tener una cola disipaba cualquier duda que pudieran tener sobre quién era.

Uno de los conductores de los coches que habían chocado más atrás salió del vehículo muy enfurecido, gritando salvajadas sobre las madres de los que habían frenado en seco. Pero tan pronto como vio a Sam volvió a entrar corriendo en el coche y fingió no haber hecho nada.

- Adelante, señor. Puede usted cruzar – le dijo fingiendo una falsa amabilidad la conductora más cercana a Sam, que había detenido su vehículo justo antes de pisar el paso de cebra.
- Pero está en rojo – respondió Sam, señalando el semáforo -. Sigue circulando.

La conductora se quedó boquiabierta, pues aquella respuesta fue totalmente inesperada. ¿Desde cuándo aquel chico, aquel monstruo mejor dicho, respetaba las normas de circulación? ¿O cualquier norma en general? Y pobrecito de aquel que osara recriminárselo. Lo cierto era que en los hospitales no podían quejarse por falta de trabajo gracias a Sam.

Tan pronto como el muchacho le había dado permiso para seguir adelante, la mujer dio un acelerón y desapareció de su vista tan rápido como le fue posible, sin siquiera detenerse a comprobar los daños que había sufrido tras chocar un coche con su parte trasera.

Sam sonrió orgulloso por su comportamiento civilizado y regresó a su casa para dejar la comida en el congelador, y más tarde acceder a su zona de entrenamiento: la azotea de su edificio. Pero antes vamos a hacer una pequeña reflexión si me permitís.

Para comprender la actitud de nuestro protagonista, habría que remontarse a un par de décadas atrás, cuando se encontraba en su más tierna infancia. De padres desconocidos, había sido criado en un orfanato hasta que fue adoptado a los tres años por una pareja de abogados que no podía tener hijos.

Este matrimonio era perfecto; parecían la típica familia feliz de las películas que echan los domingos en Antena 3 a la hora de la siesta, en las que la hija adolescente acaba siendo secuestrada por un psicópata que al final resulta ser el vecino de al lado. Tenían una bonita casa con jardín y piscina en una urbanización a las afueras de la ciudad. Eran gente amable, educada y con valores, como el Barça. E intentaron inculcárselos al pequeño de la casa, con éxito durante los primeros años. Hasta que todos sus esfuerzos fueron en vano.

No esperéis la típica historia dramática donde los padres son asesinados y el niño se ve corrompido cuando su perfecta y feliz vida le es arrebatada, convirtiéndolo en todo lo contrario a lo que sus padres habían intentado hacer de él. No. Lo que acabó corrompiéndolo fue el trato que la sociedad hizo de él cuando era más vulnerable.
Parece ser que los niños tienen una cualidad innata que les lleva a burlarse y meterse con todo aquel que es diferente, y, desde luego, un niño con cola de mono es bastante peculiar. Nadie quería jugar con él y hacían continuas bromas que incluían lanzarle plátanos o rascarse las axilas en actitud simiesca. Su profesora, lejos de recriminar y castigar a esas viles criaturas, reía las gracias y se limitaba a decir que eran “bromas de niños”. Pues la broma le salió bien cara cuando el pequeño Sam, harto de todo, levantó del suelo su coche y lo lanzó contra el escaparate de un bazar chino, con ella dentro del vehículo.

Fue ahí cuando Sam comprendió el potencial del que hacía gala. Hasta entonces sabía que podía cargar pesos que otros niños no podían, que era mucho más veloz que los demás y que jamás había sentido dolor; pero nunca había llegado al extremo de levantar algo tan pesado como un coche y lanzarlo por los aires.

A partir de aquel incidente, los niños dejaron de meterse con él. No por respeto, sino por miedo, aunque frecuentemente ambos términos van cogidos de la mano. No solo ya no le gastaban bromas pesadas, sino que le ofrecían regalos e intentaban hacerle feliz todo el tiempo, por temor a que su ira los castigara. Y entonces supo Sam que, a través de sus cualidades inhumanas, podía conseguir todo aquello cuanto quisiera en la vida.

Cuando era un adolescente solía arrancar los cajeros automáticos de las paredes y quedarse con el dinero, pero pronto comprendió que directamente ni le hacía falta pagar por nada. Tan pronto como entraba en los locales, la gente lo reconocía y le ofrecía gratis todo lo que estaba en sus manos.

Las fuerzas de seguridad habían intentado detenerlo varias veces. Y a Sam le divertía jugar con ellos. Muchas veces se había dejado atrapar, para luego en la comisaría romper las esposas como si fueran de papel y escapar de la comisaría saltando por la ventana. Otras veces había sido transportado en vehículos blindados cuyas paredes había reventado a puñetazos. E incluso había sido disparado varias veces, no haciéndole más que perforaciones en la ropa.

Pronto la ciudad comprendió que aquel muchacho era una especie de deidad y que no había modo de detenerle. Pero también fueron conscientes de que realmente no había maldad en él, y que su objetivo no era dañar a nadie por placer sino aprovechar sus poderes para vivir la mejor vida que pudiera tener. Así que aplicaron la ley del “vive y deja vivir”; Sam prometiendo que no heriría a nadie o destrozaría nada si no era provocado, y el resto de la ciudad respetando sus decisiones e intereses.

¿Y qué hay de sus padres? Pues simplemente huyeron una noche. Se llevaron todo el dinero que tenían ahorrado y desaparecieron sin más, sin dejar ninguna nota y sin decir a dónde iban. Probablemente al otro extremo del planeta. La verdad es que a Sam poco le importó. Sabía que ese amor que ellos decían sentir por él era falso. Sabía que desde aquel incidente con la profesora, el coche y el bazar chino, le temían. Que aquel amor que una vez fue puro y desinteresado se había convertido con el paso del tiempo en miedo.

Y ese fue el principal motivo que estaba llevando a Sam a cambiar de actitud. Parece tópico, sí. Y lo es. Pero pese a tener todo lo que quería, empezaba a sentirse solo. Podía tener a cualquier chica que quisiera, y no siempre contra su voluntad, pues muchas mujeres sentían morbo por estar con un matón como él, que además era famoso y podía conseguirles todo lo que ellas quisieran. Pero no era más que puro interés material, y de algún modo eso le hacía sentirse vacío. Y tenerlo todo tan fácilmente empezaba a aburrirle. Era como si conseguir las cosas sin dificultad las hicieran menos interesantes.

Y por eso mismo, del mismo modo que gente que juega Pokémon se pone sus propias normas para hacer de un juego de niños una experiencia más exigente y que suponga mayor reto, Sam decidió ponerse las normas de un ser humano normal. Respetar las leyes, pagar sus compras o servicios… De hecho tenía pensado hasta buscar trabajo, pero eso es algo que dejaremos para el próximo capítulo. Porque si algo rondaba la mente de nuestro amigo últimamente, eran las habilidades que desde hacía unas semanas había estado desarrollando. Unas habilidades más allá de la súper fuerza y velocidad que le habían acompañado desde su infancia y que nada tenían que ver con ellas. Y eso es lo que nos lleva a la azotea de su apartamento, donde entrenaba todo los días con tal de desarrollarlas y perfeccionarlas.

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Allí arriba, de pie en una postura erguida y estática, con ojos y puños cerrados, Sam meditaba. Le gustaba sentir la brisa marina sobre la piel, agitando su melena y suavizando el impacto y la calidez de un sol imperecedero. Podía escuchar el oleaje del mar, a pesar del tráfico que había entre ellos. De algún modo, aquellas sensaciones le proporcionaban una calma interior y sensación de relajación que le facilitaban concentrar aquella extraña energía que recorría su cuerpo. Tras una búsqueda no demasiado exhaustiva en Google, había decidido llamarla “energía vital” o “chi”.

Sintió una corriente de calor subiendo por su columna vertebral, como si lava y no sangre circulara por sus venas. Esta corriente ascendió hasta su hombro y bajó por su brazo para concentrarse en la palma de la mano, que seguía cerrada a la altura de la cintura. Entonces abrió los ojos de par en par y descargó toda aquella energía estirando su brazo rápidamente en dirección al mar. Un haz de luz blanca y amarilla surgió de la palma de la mano a gran velocidad e impactó en medio del océano, haciendo una pequeña explosión y levantando cierto oleaje que sacudió a los bañistas que ahora sí poblaban la costa.

Sam sonrió, observando cómo aquella gente estupefacta discutía qué había ocurrido, afirmando algunos que habían visto caer un rayo mientras otros decían que era un meteorito. Como fuera, Sam estaba muy contento con el dominio de aquella energía que estaba desarrollando y que había descubierto casi por casualidad hacía unas semanas.

Pero aquello no era el punto fuerte de su entrenamiento. Si bien era algo espectacular, el hecho de poder causar destrucción a distancia no era precisamente una habilidad con utilidad para alguien que estaba intentando integrarse en la sociedad. Su entrenamiento en el uso del chi estaba centrado en algo que iba más allá de la pura destrucción.

Volvió a la posición de relajación, cerrando los ojos de nuevo y concentrándose profundamente, siempre con la brisa marina y el oleaje como música de fondo. Tras un minuto, la corriente de calor recorría ahora el cuerpo en su totalidad, circulando a través del tronco, cabeza y extremidades; esta vez sin centrarse en un solo punto concreto. Su cuerpo se sintió ligero, como si fuese un globo lleno de aire. Y en menos de lo que canta un gallo, sintió que las plantas de sus pies se despegaban del suelo.
Sam abrió los ojos y observó cómo, en efecto, su cuerpo flotaba a un palmo de la azotea. Ascendió lentamente y flotó a unos metros de la misma. No pudo evitar esbozar una sonrisa.

Lo empezaba a controlar; por fin estaba aprendiendo a volar.
CAPÍTULO 3:
Spoiler:

Aterrizó con un fuerte golpe sobre el asfalto, provocando un pequeño cráter en su superficie y levantando algunos escombros y polvo. Algunos coches tuvieron que esquivarlo dando un volantazo y acabaron colisionando entre ellos o con los edificios más cercanos.

Sam se quitó el polvo de su camisa de un manotazo y, colocándose la gorra con la gran ‘M’ en la cabeza, entró en el McDonald’s.

Habían pasado unas semanas desde que empezara a volar y ya dominaba la técnica. Aquello le había cambiado la vida totalmente; no solo podía desplazarse a una velocidad inimaginable para cualquier mortal, sino que el simple hecho de volar le resultaba tremendamente divertido. A veces simplemente sobrevolaba la ciudad, surcaba el océano a escasos metros del mismo, levantando el oleaje a su paso, visitando las islas cercanas del archipiélago o volando hasta lo alto del volcán, donde se detenía a contemplar el paisaje. De hecho, había perdido el interés por la conducción y como ya no tenía ninguna utilidad, regaló su Lamborghini a un vagabundo que malvivía en el callejón de al lado.

Desde hacía unos días también trabajaba en un McDonald’s. Había entrado al local con el currículum en mano, en el cual solo ponía sus datos personales y nada más; eso sí, lleno de faltas de ortografía. El selfie delante del espejo de su cuarto de baño y sin camiseta tampoco era la mejor foto con la que lo acompañaba. Pero tan pronto como entró en el local y se acercó al mostrador preguntando por alguien a quien darle el currículum, el joven con acné que atendía en caja le hizo saber que la compañía no aceptaba currículums en papel, sino que había que enviar la solicitud por Internet. Sin embargo, uno de los encargados, al ver a aquel joven desaliñado con cola, corrió sudando hacia ellos.

- ¿Pero qué dices, Esteban? – se rascó la cabeza y sonrió ampliamente, aún sudando -. Aceptamos, el currículum, ¡por supuesto que lo aceptamos! Es más… Usted, usted tiene el perfil que andamos buscando. ¡Contratado!
- Vale – respondió simplemente Sam, mientras Esteban los observaba con incredulidad -. ¿Cuándo empiezo?
- Cuando usted quiera, por supuesto – dijo el encargado -. Es más, tiene usted el horario que quiera, puede venir y marcharse cuando le apetezca.
- Vale… Vale. Ya si eso mañana vuelvo – sentenció Sam antes de marcharse.

Y así fue como nuestro amigo consiguió su primer empleo.

Ahora se encontraba en la cocina, donde trabajaba normalmente, ya que no le gustaba demasiado el contacto con los clientes. Llevaba su habitual atuendo de pantalones cortos, chanclas y una camisa con patrones tropicales, sobre la cual vestía un delantal cubierto de aceite seco. En su rostro lucía una barba de dos días y guardaba un cigarro, de los que no son de tabaco, en la oreja, mientras fumaba otro. Sujetando el porro encendido con los labios, sacó la freidora del aceite y esparció en una bandeja los nuggets que había cocinado, para luego colocarla en el estante donde la comida se mantenía caliente.

La cocina echaba un pestazo a fritanga y marihuana que tiraba para atrás, y había una cortina de humo que dificultaba la vista y hacía a los ojos llorar enrojecidos. Un encargado entró tosiendo y apartando el humo con su mano.

- Sam, es tu hora de descanso – dijo aquel hombre de gran tripa y mayor cabeza -. Si quieres, claro.
- Bien – respondió Sam, apagando el casi terminado canuto en un vaso de coca cola cercano -. Esta vez me tomaré una hora y media de descanso; quizás dos, me he traído la Play Station.
- Vale, vale, lo que quieras – sonrió el cabezón barrigudo.

Sam se quitó el delantal y lo dejó caer sobre la percha que encontró nada más entrar en la sala donde los empleados descansaban. Allí alguien había dejado la tele encendida, y en un programa de televisión, los tertulianos parecían hablar del propio Sam.

- ¿Me estás diciendo que ese holgazán, maleducado y salvaje está comportándose civilizadamente? – gritó uno de ellos, casi levantándose del asiento.
- ¡El programa no se hace responsable de las opiniones de nuestros tertulianos! – le interrumpió el presentador, mirando a la cámara -. ¡Por favor Sam, no nos pegues!
- No he dicho eso – respondió otro de los tertulianos, mucho más calmado que su compañero y gesticulando mucho con sus manos -. Lo que digo es que muchos ciudadanos han afirmado haber visto cambios significativos en su comportamiento. Hace meses que no ha destruido ningún mobiliario urbano, ni amenazado o agredido a nadie. De hecho incluso parece estar pagando facturas y cuentas, y hay quien afirma que ha empezado a trabajar y todo – tomó una pausa para beber agua de una taza con el típico mensaje moñas de motivación diaria grabado en él, y prosiguió -. No se puede negar, ese chico está cambiando y para bien, y es algo que la sociedad está viendo y agradece.
- Perdona que te interrumpa un momento, José Manuel – lo detuvo el presentador -; pero me informan por el pinganillo de que parece haberse producido una gran explosión en ciudad Flamable que la ha arrasado totalmente. No sabemos si se trata de la caída de un meteorito, pero les mantendremos informados conforme nos vayan llegando datos.
- ¡Vaya por Dios! Yo tenía un chalet en primera línea de playa en Flamable – protestó José Manuel.
- De momento vamos a seguir hablando sobre Samuel Adoptáñez – prosiguió el presentador -. Hoy nos visita en nuestro plató Mariano Peláez, dueño de un supermercado que afirma haber sido salvado de un atracador armado por parte de Sam. ¡Un fuerte aplauso para él!

Entonces el programa desapareció de la pantalla para dejar paso al logotipo de Play Station y Sam echó unas partidas al Call of Duty, sin darle mayor importancia a la conversación que los tertulianos mantenían sobre él. Lo cierto era que la sociedad empezaba a ser consciente de su cambio, y no solo por el contenido en televisión, sino porque era trending topic en varias redes sociales y foros de Internet.

Sin embargo, pronto toda esta atención se centraría en otro tema dejándole en un segundo plano; nadie dejaba de hablar de la destrucción de Flamable.
CAPÍTULO 4:
Spoiler:

Sam había picado a la puerta de un pequeño piso situado en la segunda planta de un edificio adyacente a la avenida marítima. Tras unos segundos de espera, la puerta se abrió y apareció una joven de pelo castaño y ojos verdes.

- No me jodas – fue lo único que dijo ella, con una mueca de asco -. ¿Qué coño haces tú aquí?
- Hola, Sara – respondió Sam, inclinando la cabeza ligeramente hacia un lado mientras apoyaba su brazo en el marco de la puerta, en actitud de macho alfa seductor.

Sara no era la típica descerebrada con cuerpo de modelo con la que Sam solía acostarse. No era lo que él llamaba una “cyborg”, aquellas mujeres que tenían más implantes que carne humana. Ella era más bien la típica chica más normalita pero que tenía algo especial que la hacía muy atractiva. Era como la vecina cachonda e inaccesible que vive en la puerta de al lado, con la que te cruzas en la escalera y te sonríe al decirte hola. Solo que Sara nunca sonreía a Sam. De hecho, era de las pocas mujeres que no había mostrado ningún interés en él pese a sus continuos intentos. Y, probablemente, el hecho de resistírsele tanto la hacía aún más irresistible.

- ¿Qué quieres, acosador? – preguntó ella, cruzándose de brazos en actitud defensiva y soplando su propio flequillo, que había caído sobre sus ojos claros.
- Te habrás enterado – respondió Sam -. Hablan de mí en todas partes. Ahora soy un tipo normal. Voy a trabajar todos los días y respeto las normas.
- Muy bien, voy a darte una medalla. Un segundo – dijo ella, sonriendo por primera vez. Metió su mano en el bolsillo de sus jeans, y, fingiendo buscar algo, sacó su puño cerrado, pero con el dedo corazón bien levantado -. Toma. Y si quieres un pin, vuelve mañana.
- No te entiendo – protestó Sam -. He hecho lo que tú querías. Dijiste que no te gustaba porque era un prepotente, egocéntrico, con aires de divinidad, un criminal, un cáncer para la sociedad…
- Claro, y ahora que llevas unas semanas actuando como el resto del planeta Tierra, ¿esperas que me enamore de ti? ¡Jajajaja! – soltó una risa tan escandalosa y malévola que el propio Sam se estremeció -. ¡Qué infantil eres! ¿Te crees que esto es un cuento de hadas o algo? ¡Anda y vete a tomar por culo, gilipollas!

Y cerró la puerta de un portazo, concluyendo la conversación definitivamente. Sam permaneció apoyado en el marco, aún atónito por lo que acababa de suceder. No lo entendía. Había cambiado totalmente por ella, ¿y así se lo agradecía? Se sentía como si le hubieran tomado el pelo. Sintió una fuerte ira mezclada con impotencia y tuvo que contener su furia apretando sus puños con tanta fuerza que por poco no perfora sus palmas con las puntas de los dedos. Pero al bajar a la calle no pudo evitarlo y tuvo que liberar toda esa rabia acumulada. Lanzó un puntapié contra el coche más cercano, que cruzó la calle rodando sobre el asfalto y se estampó contra el escaparate de cristal de una tienda de ropa, haciéndolo estallar en pedazos.

Permaneció allí y esperó la inmediata recriminación por parte de los viandantes, llamándole delincuente aquellos que eran los suficientemente valientes para reprocharle algo. Pero pronto advirtió que no hubo más que silencio. De hecho, la calle estaba totalmente vacía, muerta. ¿A dónde había ido todo el mundo? Ni que fuera la hora de la siesta.

Sam decidió ir al bar que solía frecuentar no muy lejos de allí. Despegó con un fuerte estallido y voló hasta el local, donde sí que parecía que había gente en el interior.
El Bar Manolo era el típico bar lleno de trabajadores que conversaban a grito pelado, donde las mesas estaban cubiertas con manteles de papel, los suelos llenos de colillas de cigarro y la única música que sonaba era la de las máquinas tragaperras, que repetían una y otra vez: “avance; uno, dos, tres”. Pero hoy reinaba allí el silencio.

- Manolo, ponme un tercio y una de bravas, anda – ordenó Sam sentándose en la barra -. Añádele una de morro y unas olivitas, que llevo un día de mierda.

Pero nadie le respondió.

- ¿Me has escuchado, Manolo? – insistió el joven.
- ¡Shhh, calla un momento! – respondió aquel hombre bajito y rechoncho, de unos 50 años de edad.

Sam levantó la mirada atónito. ¿Le acababan de mandar callar? ¿Qué le estaba pasando aquel día, que todos le faltaban al respeto? Pero pronto comprendió que todos los allí presentes estaban en silencio, hipnotizados, observando la televisión colgada en una de las paredes. ¿Qué podía ser aquello que tanto les llamaba la atención hasta el punto de mantener en silencio un bar de tan escandalosa tradición?

Entonces vio aquel rostro por primera vez. Su piel verdosa, cubierta por escamas, y sus grandes ojos rojos con pupilas amarillas, de mirada perdida, le daban un aspecto reptiliano. A Sam le pareció que aquel tipo era el típico pringado disfrazado que aparecía de relleno en el fondo en las cantinas de Star Wars.

- Ciudadanos de la Tierra – dijo con voz serpenteante y, curiosamente, en un perfecto castellano -. Soy Szzulsh, el Emperador, vuestro nuevo dios.

Se escucharon murmullos entre las gentes del bar, y algunos hombres se miraron estupefactos los unos a los otros hasta que el reptiliano volvió a hablar.

- He sido yo quien destruyó una de vuestras ciudades. Y no me costará ningún esfuerzo volver a hacerlo si es necesario.

Sam se percató de que aquella criatura estaba siendo grabada en la azotea de un rascacielos. El cámara temblaba de miedo y su cámara se agitaba levemente mientras el hombre hacía lo posible por evitar que se notara.

- A partir de hoy, vuestros gobiernos no tienen ningún poder. Vuestras leyes no tienen ningún valor. Vuestros países, vuestras fronteras, dejarán de existir. Ahora solo hay un nuevo orden mundial y todos formáis parte de él. Me obedeceréis, me serviréis. Me juraréis lealtad eterna. Seréis la primera pieza de mi futuro gran Imperio intergaláctico – prosiguió la extraña criatura.
- ¡Fantasma! – gritó un hombre en el bar, no tomándolo demasiado en serio.
- Esto con Franco no pasaba – añadió otro.
- Si me servís fielmente podréis seguir con vuestras vidas. Habrá paz; tendréis un futuro para vosotros y para vuestras familias – continuó el Emperador -. Pero al mínimo atisbo de insurrección, a la mínima resistencia que ofrezcáis, no dudaré en eliminaros al instante.

Dicho esto, levantó el dedo índice y apuntó hacia una de las calles que se extendían bajo él. Un haz de luz salió disparado desde la punta de su dedo e hizo estallar una barriada entera, provocando un fuerte destello que cegó momentáneamente a los telespectadores, para más tarde dejar a la vista un enorme cráter, cubierto de humo y escombros.

La gente del bar se estremeció y soltó una multitud de gritos variados de sorpresa y terror.

- Y esta y lo que le pasó a aquella ciudad son pequeñas muestras de mi verdadero poder. Agradecería que no opusierais ninguna resistencia, pues me gustaría mantener el planeta intacto y mis súbditos a salvo. Me pondré en contacto con vosotros de nuevo muy pronto. Que paséis un buen día – y dicho esto, la pantalla se volvió negra.

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No hace falta decir que la voluntad humana es difícil de doblegar. Que lejos de tener una actitud sumisa ante aquel nuevo y autoproclamado déspota, la población de la Tierra prefirió enfrentarse a él. O al menos la mayor parte de ella, pues en los primeros días después de su primera aparición, se formaron varios grupos sectarios que apoyarían a este nuevo líder e intentarían convencer al resto de la humanidad para aceptarlo como su nuevo dios y protector.

La población se dividió en dos bandos, al principio muy desbalanceados debido a que la mayoría no apoyaba ni aceptaba la sumisión a un régimen dictatorial extraterrestre. Hubo miles de manifestaciones alrededor de todo el globo, las redes sociales lo condenaban y animaban a la gente a movilizarse; y las fuerzas de seguridad y los ejércitos rechazaron servir al reptiliano, jurando proteger con sus vidas a los ciudadanos y a sus gobiernos legítimos.

Pero todo eso fue solo al comienzo, durante las primeras semanas. Pronto Szzulsh empezó a castigar a los sublevados destruyendo las principales ciudades donde se sucedían las mayores manifestaciones. Los ejércitos duraron muy poco. Tanques, aviones, infantería… Todos ellos eran como hormigas para el Emperador. Un solo movimiento de su brazo barría batallones enteros. Las balas y proyectiles se hacían añicos al impactar en su piel, y las armas químicas, biológicas y nucleares no provocaban ningún efecto en él.

Pronto las multitudes, asustadas e impotentes, dejaron de oponérsele. Una a una, las naciones del mundo se doblegaron ante él. Y las fuerzas de seguridad y ejércitos se convirtieron en su propia guardia personal, haciéndole el trabajo sucio. Fusilaron a manifestantes y activistas sociales. Cerraron y prohibieron foros, redes sociales y canales de televisión. Se impuso un toque de queda para todas las noches y los militares vigilaban las calles a todas horas.

Se había dado la vuelta a la tortilla en pocos días. Ahora los rebeldes eran muy pocos y aquellos que, por miedo o por fanatismo, apoyaban al Emperador, eran la inmensa mayoría. ¿Y qué hizo nuestro protagonista en medio de todo esto?

Lo veremos en el próximo capítulo.
CAPÍTULO 5
Spoiler:

Cuando Sam abandonó el bar Manolo, las calles de ciudad Prota volvían a ser bulliciosas como de costumbre. Todo el mundo conversaba sobre lo que acababan de ver en televisión. Algunos lloraban presas del pánico, otros hablaban de hacer las maletas y huir al campo, y otros aseguraban que no era más que una broma televisiva.

- Seguro que es como lo que pasó con el programa de radio de Orson Welles – decía un hombre mientras fumaba un puro -. Ya sabéis, el de la Guerra de los Mundos, que sembró el pánico entre la población porque pensaban que les estaban invadiendo los extraterrestres.
- Ya ves, jaja – respondió una mujer -. Si se notaba que era un disfraz y de los malos.

Sam avanzó hacia la multitud y todos se giraron a mirarle, reconociéndolo inmediatamente y sin la menor idea de cómo iba a reaccionar a continuación.

- Ese tipo ha dicho que fue él quien destruyó Flamable – rompió por fin el silencio Sam -. Lo que es cierto es que la ciudad fue arrasada y miles de personas murieron allí. ¿De verdad creéis que en televisión harían bromas sobre una catástrofe así?

La gente lo miró asombrado, todavía en silencio. El hombre del puro comprendió que aquella amenaza podía ser real, pero no podía creérselo.

- Mi-mira – dijo señalándole, y siendo la primera persona en tutearlo desde que se hiciera famoso -. Vale que acepte que existen los bichos raros como tú – tragó saliva aliviado al ver que Sam no le reprochó la ofensa -. Pero, ¿de verdad esperas que crea en alienígenas?
- ¡Eso! – le apoyó otro hombre -. Y una cosa es tener fuerza como tú, que puedes romper una pared de un puñetazo, y otra muy distinta es lanzar fuego por las manos y hacer explotar una ciudad entera.

Sam no respondió, sino que suspiró molesto, y estiró hacia el cielo su brazo izquierdo. Inmediatamente después, lanzó un cañonazo de chi que los sobrevoló a todos y, curvándose, cayó casi perdiéndose en el horizonte sobre el mar, provocando una lejana explosión pero visible desde donde se encontraban. Aquella muestra de poder enmudeció de nuevo a aquellos dos hombres, y uno de ellos, petrificado, dejó caer el puro al suelo.

- También puedo volar – levitó unos metros y volvió a descender -. Así que dejad de ser unos estúpidos escépticos y asumid que estos poderes existen, y que estáis jodidos.
- ¿Eres…? ¿Eres Jesucristo? – le preguntó una anciana, arrodillándose en el suelo, no sin dificultad.
- Señora, levántese – le increpó Sam.
- ¿Vas a salvarnos, muchacho? – preguntó otra mujer más joven.

Sam la miró con cierto desprecio.

- ¿Qué? – exclamó.
- Tú mismo lo has dicho… Y nos lo has mostrado. Tienes sus mismos poderes, ¡tú puedes detenerlo! – continuó ella.
- Nuestro Señor tiene planes para todos nosotros – intervino de nuevo la anciana -. Estoy segura de que Él te trajo a nuestro mundo para protegernos, que tú eres nuestro Salvador y que aquel lagarto es el diablo.
- Señora, deje de decir gilipolleces – contestó rudamente Sam -. Ni a mí me ha traído ningún Señor ni soy el salvador de nadie.

Pero la muchedumbre empezó a murmurar. Y, aparentemente, la mayoría, presa de la desesperación y el miedo, dio su apoyo a la anciana religiosa.

- ¡Sí! – gritó una voz -. ¡Tú eres de los nuestros, Sam! ¡Siempre lo has sido! ¡Acaba con ese tirano antes de que cause mayor daño!

La gente aplaudió entusiasmada y vociferaron mensajes similares, mostrando su apoyo y depositando su confianza en Sam. Muchos se acercaron a él y lo rodearon para posar sus manos sobre su cabeza y hombros.

- ¡Ya basta! – gritó él, y, liberando una onda expansiva de chi, repelió a todas aquellas personas, lanzándolas unos metros por los aires.
Se elevó por encima de sus cabezas y los observó desafiante. Luego añadió:

- Ahora ya no soy un bicho raro, ¿verdad? Ahora resulta que todos me habéis querido siempre, que soy vuestro camarada. Que soy bienvenido en la ciudad – escupió al suelo y dio una vuelta de 360 grados para poder mirar a la cara a todos aquellos transeúntes -. Siempre me habéis despreciado. Me habéis aislado. Me mostráis un falso respeto y amabilidad por miedo a que os mate, nada más. Pero dentro de vosotros me odiáis. Desearíais que no existiera, que me hubieran abatido a tiros. Pero hoy me queréis todos. Porque hay un puto lagarto que ha venido a conquistaros – hizo una pausa, cerró los puños y prosiguió, derramando una lágrima -. Pues que os jodan. Que os jodan a todos. Me la peláis todos los aquí presentes. Me la pelan vuestras vidas. Vuestras ciudades. Me da igual si nos gobierna un humano corrupto o un lagarto con aires de grandeza. Eso no va a cambiar mi vida. Yo no os debo nada; no voy a jugármela por vosotros.

La gente lo escuchaba estupefacta, reinando de nuevo el silencio, como si las calles volvieran a estar vacías. Sin embargo, más personas se habían unido a aquella muchedumbre, extendiéndose una hilera de personas a lo largo de toda la calle.

- Apañároslas vosotros solitos. Llamad a vuestra policía, vuestro ejército. Pero a mí dejadme en paz. Yo no os debo nada – la lágrima resbaló por su mejilla y cayó al suelo. Sam apretó los dientes y, cargando el chi alrededor de su cuerpo, salió disparado con un estallido y desapareció de la vista de todos, provocando una corriente de aire que revolvió cabellos y tiró al suelo gorras y sombreros.

Sam aterrizó sobre la cima de una montaña, inaccesible para la gente de a pie, pero que comúnmente le servía de balcón al mar cuando le apetecía relajarse.
Allí se sentó y contempló donde el cielo y el mar se juntaban en el horizonte. Respiró profundamente. ¿Qué le estaba sucediendo? ¿Qué era aquella avalancha de sensaciones que lo acribillaba en su interior? Impotencia era la palabra que mejor describía sus sentimientos. Impotencia porque por más que se hubiera esforzado no había manera de que Sara se interesara por él. Lo trataba como a basura, aún cuando él podía romperle el cuello de un soplido. Y aún así se sentía pequeño ante ella, como si fuera mucho más poderosa que él. No importaba si podía destruir una montaña con su chi, o sobrevolar el continente entero en unos minutos, o levantar un camión y lanzarlo por los aires. A pesar de todos esos poderes era débil contra ella. Y jamás se había sentido así ante nadie.

Por otro lado, sentía una lucha interna en cuanto a su relación con el resto de la sociedad. Sabía del desprecio que siempre habían sentido hacia él y que no les debía nada. ¿De verdad valía la pena seguir esforzándose por integrarse y ser un miembro más de aquella civilización que solo lo aceptaba por razones interesadas? ¿Realmente le merecían aquellas gentes de inferioridad más que obvia? Sam había tenido y hecho siempre todo cuanto había querido, ¿por qué sentía entonces aquel vacío? ¿Por qué las fortunas y bienes que podía conseguir sin esfuerzo no llenaban aquel hueco? ¿Era a causa del rechazo de la única mujer por la que había sentido un verdadero interés, o porque seguía sin encontrar su lugar en aquella sociedad? ¿O una mezcla de ambos?

Sumémosle a todo esto la inesperada aparición de ese tal Szzulsh, que lo había sacado de lugar. Sam sabía que él era especial, y jamás había comprendido cuál era su lugar en la Tierra. No sabía si simplemente era el primero de una fase evolutiva de la biología humana, una mutación accidental, o incluso una deidad, como algunos lo llamaban. Pero nunca antes había existido alguien con sus capacidades. Era único. Era intocable; estaba por encima de los demás. Podía hacer cuanto quisiera sin temor a las consecuencias. Nada le daba miedo… Hasta ahora.

Ya no estaba solo. Szzulsh había demostrado que sus cualidades no eran únicas. Que había alguien como él, e incluso quizás más poderoso. Alguien que le podría cortar la libertad, que podría hacerle frente si no le gustaba lo que Sam hacía. ¿Y si aquello significaba que había más criaturas con tal poder por todo el universo? El corazón le dio un vuelco al comprender que la percepción egocéntrica y clasista que siempre había tenido se acababan de desestabilizar por los cimientos. ¿Y si, del mismo modo que los humanos se creen dioses ante las hormigas, él se lo creía ante los humanos, solo para descubrir ahora que aún había alguien más por encima suya?

- ¡No, joder! – exclamó poniéndose en pie de un salto -. ¡Este es mi mundo, desgraciado!

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Conforme los días pasaron, y la gente comprendió que las fuerzas de seguridad no tenían nada que hacer frente a la nueva amenaza, se extendió por los medios de comunicación una corriente que creía en Sam como la única esperanza para salvar a la humanidad. YouTube, Twitter, Facebook e incluso los canales de televisión y emisoras de radio mostraban todo su apoyo al joven y lo animaban a enfrentarse a Szzulsh.

- Es obvio que Samuel ha estado intentando integrarse en nuestra sociedad, ser una buena persona – decía el tertuliano -. Y creo que lo ha hecho muy bien. Pero este es el momento donde debe demostrar su implicación para con el resto de la humanidad. Es la prueba que determinará si nos ama como especie, si realmente le interesa luchar y salir adelante por nosotros y devolvernos la libertad. Samuel Adoptáñez tiene la oportunidad de dar un golpe sobre la mesa y terminar de convencer a aquellos escépticos que siguen dudando de él.

Las manifestaciones se sucedían en las calles. Se leían letreros que decían “We are all Sam” por todo el globo y se convirtió en el hashtag más usado en la historia de las redes sociales. Todo esto antes, por supuesto, de que Szzulsh el Emperador prohibiera la libertad de expresión y cerrara todos los medios de comunicación, excepto aquellos que usaba para retransmitir sus deseos a la población.

Pero Sam seguía con su lucha interna, convencido de que no era culpa suya lo que estaba sucediendo, y que mientras no le afectara, no tendría por qué intervenir. Se recluía la mayor parte del tiempo en casa y bebía más de lo que acostumbraba, pero de vez en cuando tenía que salir a la calle a comprar. Y en una de estas salidas, ya cercana la hora del toque de queda, donde todas las tiendas cerraban y los ciudadanos se ocultaban en sus viviendas, alguien le soltó una gran verdad.

- ¡Sam! – gritó una voz chillona.

Sam se detuvo al escuchar la voz y miró a todos lados de la calle. A aquellas horas solo había soldados, los cuales antiguamente lucharon por el país, pero que ahora servían en la guardia del Emperador. Patrullaban incesantes asegurándose de que no se celebraran asambleas o reuniones de más de cuatro personas, y de que no hubiera viandantes durante el toque de queda.

- ¡Aquí arriba! – indicó la voz. Sam alzó la mirada y vio que se trataba de una niña asomada a la ventana de uno de los apartamentos -. ¡Mi padre dice que eres un cagao! ¡Que si él tuviera tu poder habría destrozado al Emperador hace días!
- ¡Niña, cómete una piña! – le respondió Sam, cargando con las bolsas de la compra.

La niña le hizo un corte de mangas y entró en la casa, cerrando la ventana. Sam despegó mientras maldecía a la niña y accedió a su propia vivienda a través del balcón que daba a la avenida, preguntándose si ella tenía razón.

Allí dejó las bolsas en la cocina y se dejó caer en el sofá, donde encendió el televisor para encontrar el rostro del Emperador en pantalla.

- Queridos terrícolas, os habla el Emperador – llevaba una capa negra sobre sus hombros y una extraña corona sobre su cabeza de reptil -. Soy consciente de que gran parte de la población todavía se opone a jurarme lealtad, y me apena enormemente tener que enviar a mi guardia y generar tanto disturbio inútil y totalmente evitable. No quiero tener que destruir más ciudades, ni castigar más a la población por culpa de gente que no hace más que generar revueltas y actuar como criminales contra el régimen. No quiero más fusilamientos. Solo quiero la paz para nuestro pueblo. Pero no puedo lograrla sin vuestra ayuda – hizo una pausa -. Por eso llamo a todos los buenos ciudadanos que me son leales a ayudarme a erradicar esta lacra. Informad a la guardia sobre cualquier revuelta que creáis que se está organizando. Delatad a aquellos traidores que, egoístamente, desean veros sufrir a vosotros y a vuestras familias. El Imperio agradecerá vuestra colaboración para alcanzar la paz – cruzó los dedos de las manos y apoyó los codos sobre la mesa, donde descansaban unos papeles que usaba de guía -. Por otro lado, me ha llegado a los oídos que los traidores confían en un líder al que llaman… Samuel Adoptáñez – leyó en una hoja -. Que creen que, pese a mi omnipotencia, ese hombre es capaz de detenerme. Bien, entonces desafío a ese hombre. Si tan valiente y poderoso es, que contacte conmigo y organizaremos un encuentro. Mientras tanto, cada día destruiré una ciudad hasta que se decida a mostrarse. Daré dos días de tregua. Pero, para el tercero, espero noticias suyas o empezaré una masacre en su nombre. Muchas gracias y que paséis una buena noche.


- ¡Asqueroso hijo de la gran puta! – gritó Sam, lanzando el mando contra la pantalla, reventándola en añicos.

Se llevó las manos a la sudorosa frente y balanceó su cuerpo levemente, nervioso, sentado aún en el sofá. Permaneció así durante varios minutos, tembloroso, hasta que escuchó gritos en la calle.

Se asomó al balcón y vio a miles de personas allí reunidas, golpeando cacerolas y cantando canciones que trataban de animar a Sam a enfrentarse a Szzulsh. Vio que los soldados intentaban detener a toda aquella gente, pero la diferencia de números era demasiado grande.

- ¡Vuelvan a sus casas! – gritaba un soldado -. ¡Vuelvan a sus casas o nos veremos obligados a disparar!

Y se oyó algún disparo al aire, pero aquella marabunta de transeúntes fue capaz de forcejear con los soldados y arrebatarles las armas, aunque Sam pudo vislumbrar algunos heridos, o quizás muertos, en el suelo.

- ¡Tú puedes con él, Sam! ¡Cuentas con nuestro apoyo! – le gritaba la gente, mientras los observaba atónito desde el balcón.

Entonces vio que, entre toda aquella multitud, había un rostro muy familiar. Sara estaba allí abajo, mirándole, sonriéndole por primera vez. Sam saltó desde el balcón y cayó de pie justo a su lado.

- ¡Alguien que tenga una cámara! – llamó Sam, mirando a los ojos a la muchacha y devolviéndole la sonrisa -. ¡Tengo un mensaje que grabar para ese hijo de puta verdoso!
Se fuerte, hazte grande pero no pierdas la inocencia de tu corazón...

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